martes, 9 de noviembre de 2010

Toda clase de pieles: cuento


Cuento folclórico recogido por los hermanos Grimm
en El libro de los 101 cuentos, de la editorial Anaya,
contado por Irune Labajo González
y transcrito por Sandra Martínez.

Había una vez, en un lejano reino, un rey y una reina que se habían casado hacía poco y que estaban muy enamorados. El rey era joven y era atractivo, la reina era la mujer más bella del mundo y se querían muchísimo. Eran completamente felices y juntos fueron pasando y reinando a lo largo de los años. Pero cuando ya llevaban casi 10 años de casados, sólo había un problema que enturbiaba la felicidad de los reyes: y es que, no habían tenido todavía ningún hijo para ceder al rey en el trono. Por eso, cuando la reina se quedó embarazada, y anunció a su marido que estaba embarazada, el rey se puso contentísimo. Se hicieron fiestas en palacio y todos se encontraban absolutamente felices.

El caso es que el día que la reina dio a luz, tuvo una niña, la reina empezó a tener hemorragias que no eran capaces de cortar los médicos de la corte y la reina empezó a morir poco a poco. Empezó a desangrarse y a morirse poco a poco. Antes de morir le dijo a su marido, que estaba a su lado y le cogía la mano (todo era muy tierno porque se querían mucho), que ella sabía que él se tenía que volver a casar para tener un heredero varón para el trono porque sólo tenía una niña, pero que le iba a poner una condición para el matrimonio: y es que, se tenía que casar con una mujer que fuera más bella que ella. El rey se lo prometió en su lecho de muerte y la reina murió. El rey se quedó muy triste, se consolaba con su hija pequeñita.

Iban pasando los años y el rey seguía triste, seguía echando de menos a su esposa, pero los consejeros le dijeron que se tenía que volver a casar porque necesitaban un heredero varón para el trono y que para eso tenía que volver a casarse, tener otros hijos y que uno de sus hijos reinara.

Al rey no le hacía mucha gracia, pero como sabía que eran sus deberes de gobierno... Bueno, pues entonces lo que hizo fue decir eso: “Bueno, pues me casaré. Vamos a buscar una mujer que sea tan bella, o más bella, que mi esposa”. Mandó llamar a todas las princesas, mandó que mandaran fotos y dibujos de las princesas de otros países, para ver cuál era la princesa más bella y con qué princesa se podía casar. Todas las princesas que mandaban retratos, y eso que los retratos suelen ser idealizados y suelen salir más guapas de lo que son, pues en todos los retratos las princesas eran más feas que la reina. Así que el rey las despreciaba a todas porque no eran más bellas que su mujer.

Y así iban pasando los años. Cuando acabaron las princesas empezaron por las mujeres de la corte de todos los países y no encontraron a ninguna mujer que fuera más bella que la reina. El rey ya estaba un poco desesperado, entonces, se dedicaron a buscar por las ciudades a ver si había alguna mujer que fuera más bella que la reina y no encontraron a ninguna mujer que fuera más bella que la reina y se fueron a buscar por los pueblos y tampoco encontraron a ninguna mujer que fuera más bella que la reina.

A todo esto, como os he dicho, iban pasando los años, iban pasando los años e iban pasando los años. Habían pasado ya 14 ó 15 años desde que había muerto la reina y la hija del rey ya era una jovencita. Así que el rey, un día que estaba jugando y hablando con su hija la miró de otra forma, la miró ya como una mujer y se dio cuenta de que la única mujer que había en el mundo que era más bella que su esposa era su propia hija. Así que como le había hecho la promesa a su mujer de que se casaría con una mujer que fuera más bella que ella le dijo a su hija que se iban a casar.

A la hija se le pusieron los pelos como escarpias, os podéis imaginar, porque ella quería mucho a su padre, pero desde luego, jamás en la vida pensó que su padre quisiera desposarse con ella. A ella le parecía horrible eso de casarse con su padre, pero el padre insistía, insistía, insistía decía que el reino necesitaba un varón y que ella tenía unas obligaciones y que se tenía que casar con él. Entonces ella como ya no veía escapatoria, ya intentó convencerle de todas las maneras, pues le dijo: “Bien, pero te pongo algunas condiciones. Me casaré contigo con la condición de que me consigas un vestido tan dorado como el sol, otro vestido tan plateado como la luna y otro vestido tan brillante como las estrellas”, a lo que el rey le dijo: “Así será”. Entonces llamó a todos sus sabios y a todos sus cortesanos y les dijo: “Me tenéis que encontrar el hilo de oro más puro que haya, más brillante que haya porque le tenéis que hacer a mi hija un vestido tan dorado como el sol. Tenéis que buscar también el hilo de plata más fino que haya, más brillante que haya y más bello que haya porque le tenéis que hacer a mi hija un vestido tan plateado como la luna. Y tendréis que buscar la forma de hacer hilo de diamante porque le tenéis que hacer a mi hija un vestido tan brillante como las estrellas”.El caso es que los sabios se pusieron a buscar el oro más fino del mundo, la plata más fina del mundo y los brillantes más maravillosos del mundo y la forma de convertirlos en hilo.

Después de un año, le entregaron al rey el vestido tan dorado como el sol, el vestido tan plateado como la luna y el vestido tan brillante como las estrellas. Cuando él se lo entregó a su hija, la hija que pensaba que su padre iba a tardar mucho más en conseguirlo, se quedó asustadísima porque pensaba: “Ahora me toca casarme con mi padre”. Entonces, se le ocurrió una última idea y le dijo: “Bien, pero estos vestidos son para fiesta y yo tengo un capricho que quiero que sea mi regalo de compromiso. Mi regalo de compromiso tiene que ser un vestido que esté hecho con toda clase de pieles. Con un trocito de piel de todos los animales que existen en el mundo”. A lo que el rey le dijo: “Así será”. Entonces, volvió a llamar a sus súbditos, a sus consejeros y les pidió que cazaran, todo el mundo, animales para que le enviaran un trocito de piel de cada uno de los animales y hacer un abrigo con toda clase de pieles.

Pasaron dos años y el abrigo estuvo confeccionado. Era un abrigo muy grande, era un abrigo que llegaba hasta los pies, que tapaba completamente a la princesa, como además hay muchos animales tenía mucho vuelo el abrigo. Pero además, tenía una capucha enorme con la que se podía cubrir, prácticamente, completa. Era un abrigo raro, pero a la vez el abrigo era muy bonito. El rey se lo entregó a su hija, a la princesa.

La princesa cuando vio que su padre había cumplido todas las condiciones que ella pensaba que iban a retrasar el matrimonio y que se tenía que casar, se metió el día de antes de la boda en su habitación, cogió un saco donde metió los tres vestidos: el vestido tan dorado como el sol, el vestido tan plateado como la luna y el vestido tan brillante como las estrellas, se puso su abrigo de toda clase de pieles, se tiznó la cara, se tiznó las manos, que era lo único que quedaban al aire, recogió su pelo que era largo y rubio precioso y brillante, casi tanto como el sol, lo recogió para que no se le viera debajo del abrigo y se escapó.

Se fue al bosque a buscarse la vida. Las primeras noches durmió en el bosque, pasó mucho frío, se subía en los árboles, algunas noches encontraba una cueva. Ella todo lo que quería era alejarse del reino de su padre. Como además en estas épocas no había fronteras físicas, ella no sabía cuánto de lejos estaba, sabía que había caminado tantos días y tantas noches, pero no sabía si todavía su padre la podía encontrar. Porque además como era rey podía mandar a gente a buscarla, pues ella estaba aterrorizada y sólo quería huir, huir y huir, por eso, seguía caminando, seguía caminando y seguía caminando y escondiéndose por donde podía.

El caso es que un día estaba caminando por el bosque y de repente escuchó ruido de caza: oyó perros, oyó caballos, por lo que se escondió en un árbol, se tapó muy bien con el abrigo y se escondió en un árbol. Ella ya estaba, también, un poco desmejorada porque había comido durante todo ese tiempo lo que había encontrado, estaba sucia pues de vez en cuando encontraba un río y se limpiaba un poco, pero le daba mucho miedo quitarse el abrigo y que todo el mundo viera su pelo y que la vieran a ella porque cualquiera la podría reconocer como la hija del rey del país de su padre, entonces, intentaba lo menos posible llamar la atención. Olía mal después de tantos días, de muchos meses... porque ella llevaba caminado mucho tiempo y se escondió en un hueco que había en un árbol cuando oyó la caza. Pero uno de los cazadores que se bajó para hacer sus necesidades vio unas pieles en un árbol y pensó que allí había un animal y cuando le fue a disparar ella le dijo: “¡No, no, no, no me mates por favor, no me mates! Que soy humana, soy humana”

            - ¿Y quién eres?

            - No lo sé, no lo recuerdo, solo sé que vivo como un animal asustado. Por favor no me mates, déjame seguir.

Entonces, el cazador cuando la vio, que era casi una niña aunque estaba muy sucia y hecha un asco, pues le dio pena y la subió a su caballo y la llevó a un palacio. A un palacio de otro reino. Ella, evidentemente, sabía que no era el palacio de su padre con lo cual se quedó ya un poquito tranquila.

Como ella no decía quién era, ella no decía cómo se llamaba... de hecho, cuando le preguntaban cómo se llamaba decía: “Mi nombre es toda clase de pieles”, no quería decir su nombre, no quería decir nada, sólo decía que se llamaba Toda clase de pieles. Pues entonces, la llevaron a las cocinas para que ayudara allí al cocinero en los fogones y tal. Ella que en su vida había estado en las cocinas se puso a limpiar, se puso a fregar, se puso a cocinar, aprendió a hacer cosas... y el cocinero, que al principio, no le hacía ninguna gracia que hubiera alguien allí trabajando con él, pues la fue cogiendo cariño, la trataba como a su hija. Pero ella siempre iba tapada con el abrigo de toda clase de pieles, que ya estaba hecho un asco, iba siempre tapada con el abrigo de toda clase de pieles. Siempre iba con el pelo recogido para que no le vieran el pelo, que ella luego por las noches se lo peinaba porque era lo que más le gustaba de ella misma, pero luego lo recogía para que nadie lo viera y vivía en las cocinas.

De vez en cuando, veía al príncipe de aquel país, que era un chaval joven, muy guapo, muy atlético, muy atractivo, divino de la muerte. Ella lo miraba desde las ventanas de las cocinas, pero nunca se había acercado a él, nunca había podido hablar con él ni nada. Ella lo veía y se iba enamorando de él poco a poco.

El caso es que llegó el momento de que los reyes de este país decidieron que el príncipe debería tomar esposa y como se hace en los cuentos y como se hacía antiguamente en los palacios le hicieron unos bailes para que el príncipe seleccionara, de entre todas las princesas de los reinos vecinos, a la que iba a ser su esposa. Se decretaron tres días de bailes.

La primera noche de baile ella había tenido mucho trabajo porque había una fiesta, había muchos invitados y había que hacer muchas cosas en las cocinas y ella había estado trabajando todo el día. Cuando ya estaba prácticamente todo hecho, ya habían cenado y ya lo que quedaba era el baile y lo que estaban bebiendo los invitados, ella le dijo al cocinero que si le dejaba, por favor, asomarse un poquito por la puerta del salón porque nunca había visto un baile y quería ver cómo eran los bailes de palacio. Entonces, el cocinero le dijo: “Bueno, pero no tardes mucho y que no te vea nadie, por favor, que me voy a llevar una bronca”, a lo que ella le contestó: “No te preocupes, no te preocupes”. El caso es que se fue corriendo a su habitación, se lavó, se quitó la tizna de la cara, se peinó el pelo y se puso el vestido tan dorado como el sol y salió al baile.

Cuando llegó al baile le príncipe la vio y nada más verla, sólo existía ella. No le hizo caso a las demás princesas, estuvo bailando con ella toda la noche y cuando ella vio que ya el baile iba terminar, se despidió del príncipe y le dijo que se tenía que ir corriendo, y salió corriendo, prácticamente, como Cenicienta y se escondió en su habitación. Se quitó el vestido, se volvió a poner el abrigo de toda clase de pieles, se tiznó las manos  y la cara, se recogió el pelo y bajó corriendo a las cocinas.

Cuando llegó a las cocinas, el cocinero la empezó a regañar y le dijo: “Oye, perdona, pero es que te dicho que fuera poquito tiempo y resulta que esto está terminando, el príncipe va ahora a sus aposentos, quiere que le lleve su sopa y yo como he tenido que hacer las cosas que tú no has hecho, no he podido hacer la sopa, así que te pones corriendo a hacer la sopa del príncipe”. Entonces ella se puso corriendo a hacer la sopa del príncipe y le puso lo mismo que el cocinero le ponía más un ingrediente que ponen las madres: mucho amor. Cuando ella había huido de casa de su padre, lo único que llevaba además de lo que había cogido, era un colgante que siempre llevaba puesto, que había pertenecido a su madre en el que había tres joyas de oro. Una de ellas era una maqueta en pequeñito de oro de una rueca de hilar. Otra era una maqueta en pequeñito de una devanadera, que es donde se pone la lana para luego sacar las hebras y poder coser. Y lo tercero que llevaba colgado en la cadena de oro era el anillo de boda de su madre. Esto ella lo llevaba siempre colgado al cuello por dentro de la ropa, siempre. Así que, cuando terminó de preparar la sopa y la puso en el cuenco, se quitó la cadena y echó dentro de la sopa la rueca de hilar, la echó dentro y se la llevó al príncipe. Entonces, llegó y le dio la sopa al príncipe, se despidió y se fue. El príncipe se empezó a tomar la sopa, se empezó a tomar la sopa y la sopa se supo a gloria, pero cuando ya iba llegando al final se dio cuenta de que había una pieza de oro y le sorprendió que a alguien de las cocinas se le hubiera podido caer un adorno de oro, y además de mujer porque un hombre no lleva colgado una rueca de hilar, en su sopa. Entonces, bajó a la cocina y le preguntó al cocinero (ella ya se había ido a su habitación): “¿Quién ha hecho hoy la sopa?”, a lo que el cocinero le respondió: “Yo, majestad, la he hecho yo”.

            - ¿Seguro?.

            - Sí.

            - Es que sabía distinta...

            - No estaría mal, ¿no?, es que he tenido mucho que hacer.

            - No, no, no, estaba mucho más buena que de costumbre. Bueno pues nada, serán        imaginaciones mías.

Y se volvió a dormir.

La segunda noche de baile, ocurre exactamente lo mismo, lo que pasa que la segunda noche, la princesa en vez de ponerse el vestido tan dorado como el sol, se puso el vestido tan plateado como la luna y se va a bailar con el príncipe. El príncipe en cuanto la vio se fue corriendo y le dijo: “¿Dónde estabas?, ¿pensé que no ibas a venir?, ¿cómo llegas tan tarde?. Quédate conmigo que te quiero elegir a ti como esposa”. La princesa estuvo bailando con él, tonteándole todo lo que pudo, pero cuando vio que estaba terminando el baile hizo lo mismo que la noche anterior: salió corriendo para las cocinas, dejando al príncipe totalmente colgado. El cocinero le dijo: “Oye que hagas tú hoy la sopa que ayer le gustó mucho”. Ella le hizo la sopa al príncipe. Le volvió a poner mucho amor y además le añadió la medallita, el colgantito de la devanadera y la echó dentro del cuenco de sopa. Se la llevó al príncipe. Entonces, ella se inclinó, le dio la sopa al príncipe, porque los sirvientes no miran a los príncipes a la cara y el príncipe cogió la sopa, se la comió y bajó a las cocinas. Allí dijo: “¿Quién ha hecho hoy la sopa?”, a lo que el cocinero le contestó: “Yo, majestad”.

            - ¿Seguro?

            - Sí, ¿estaba mal?

            - No, no, estaba estupenda la sopa. Bueno, pues nada, adiós, adiós.

La tercera noche del baile, la princesa le volvió a pedir permiso al cocinero para ir y se puso el vestido tan brillante como las estrellas. Vamos, que se pone directamente vestida para matar y se va al baile. Cuando llega al baile, se pone a bailar con el príncipe. El príncipe que no quería que la princesa se fuera, y además, quería casarse con ella, en un momento en el que la estaba entreteniendo, como hacen los magos como Juan Tamarit, deslizó en unos de los dedos de ella, uno de sus anillos y lo dejó ahí. La entretenía para que no diera cuenta de que le había puesto un anillo. Ella estuvo bailando con él y cuando llegó la hora de marcharse a las cocinas, se despidió del príncipe y salió corriendo. El príncipe intentó retenerla, ella le empujó y salió corriendo. Pero esta noche, como el príncipe la había retenido más tiempo, se hizo más tarde.

Entonces, ella llegó a su habitación corriendo y encima del vestido se puso el abrigo de toda clase de pieles, tuvo cuidado de meterse el pelo por debajo del abrigo para que nadie la viera y se tiznó, rápidamente, la cara y las manos. Pero lo hizo tan rápidamente que hubo parte de las manos que no se tiznaron. Se fue a las cocinas, le preparó la sopa al príncipe y fue a llevársela.

 
Cuando entró y fue a darle la sopa al príncipe, el príncipe pasó por detrás de ella y cerró la puerta de su habitación. Y le dijo: “Prefiero que te quedes para que te lleves tú el plato de sopa. Quédate aquí mientras yo me la como”. La princesa esta vez se había jugado un órdago a grande porque lo único que le quedaba por echar en el platito era el anillo de boda de su madre, un anillo de oro, que es, evidentemente, símbolo de compromiso. Estaba aterrada de que el príncipe la reconociera, la despreciara o... Estaba allí esperando a que el príncipe se comiera la sopa. El príncipe si iba comiendo la sopa super despacio diciéndole: “Uy, pero que bueno está esto”,  “¿Qué tendrá esta sopa?”, “Qué bien cocina el cocinero últimamente”, “Uy, lleva tres noches haciéndome una sopa maravillosa”... Y la otra allí, muerta de vergüenza, mirando para abajo, hasta que por fin llega al final de la sopa y le dice: “Es curioso porque el otro día encontré una medallita y ayer encontré otra y hoy... ¡uf! Me he encontrado un anillo”. Él se iba acercando a ella y ella se iba alejando. Y él acercándose y ella alejándose hacia la puerta. Entonces el príncipe le dijo: “¿Tú sabes lo que es esto?”, y ella, que no debía mirar al príncipe a la cara ni debía contestarle porque era una sirvienta, asintió con la cabeza. Entonces, el príncipe que llevaba en la mano el anillo que había encontrado en el plato de sopa, cogió la mano de ella y le dijo: “pues es el compañero de este”, mientras le enseñaba el anillo que le había puesto a ella en el dedo, y le dijo: “Sé que has estado escondida en las cocinas, pero también sé que no eres una fregona porque no hay ninguna fregona en el mundo que tenga esa cara y ese pelo”. Le quitó el abrigo y le dijo: “No sé quién eres ni me interesa, me da igual que seas rica o que seas pobre, que vengas de donde vengas, lo único que sé es que quiero que seas mi esposa y espero que me aceptes”, a lo que ella le respondió que sí, se intercambiaron los anillos, se casaron y fueron felices por siempre.                          

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